por Carolina Palma A., Gerente Técnica de Cityplanning y ex Presidenta de SOCHITRAN
Como ingeniera de transporte, he sido gestora, articuladora y testigo de los cambios que ha vivido nuestra industria de la movilidad en las últimas dos décadas. Aunque a simple vista los avances puedan parecer escasos, al detenerse a analizarlos descubrimos algunos logros significativos. Estoy convencida de que gran parte de ese progreso se debe a la sinergia entre la academia, la industria y la administración pública, cada una con su rol, a veces enfrentando obstáculos, pero siempre confluyendo hacia el mismo objetivo.
En primer lugar, la academia ofrece un espacio fundamental para la reflexión crítica y la exploración de enfoques disruptivos. La administración pública y la industria juegan un rol decisivo cuando aportan la validación empírica y los recursos para llevar innovaciones de laboratorio a gran escala. Sin su participación, los pilotos y prototipos seguirían siendo meros ejercicios académicos, sin transformar realmente la forma de mover personas y mercancías. Un claro ejemplo es la evolución del análisis de la demanda de transporte, estimación de variables operativas del sistema y la disposición de información a los usuarios, gracias a la disponibilidad de datos de GPS, tarjetas de pago, información de telefonía celular entre otras. Algunas de estas metodologías son estándares de la industria, pero su adopción requirió y sigue requiriendo el esfuerzo coordinado de investigadores, empresas y autoridades.
La transferencia tecnológica —entendida como el puente que lleva el conocimiento aplicado a la práctica— y la investigación en ingeniería aplicada han generado impactos tangibles siempre que se han implementado correctamente. El Instituto de Sistemas Complejos de Ingeniería (ISCI) es un claro ejemplo: sus proyectos trascienden al ámbito del transporte y han marcado hitos en múltiples dimensiones, haciéndose merecedores de publicaciones y premios internacionales por su aporte al desarrollo país. Por eso resulta lamentable e inentendible la reciente decisión de no renovar su financiamiento. Perder un ecosistema de innovación en el que tantos profesionales han invertido su talento es desalentador y una señal preocupante para el futuro de la ciencia aplicada en Chile.
Durante estos años, he observado como el ISCI fue creciendo en su quehacer, yo misma me he visto beneficiada al participar en numerosos congresos y seminarios organizados por el Instituto. Aquellos espacios fueron fundamentales para mi desarrollo profesional continuo, alimentando mis proyectos con nuevas metodologías y contactos clave. Asimismo, durante mi presidencia en SOCHITRAN en medio de la pandemia, el ISCI nos apoyó para llevar a cabo el Congreso Chileno de Ingeniería de Transporte de manera completamente online, facilitando el intercambio de conocimientos en tiempos difíciles, lo cual agradezco profundamente.
Por todo lo anterior, el financiamiento sostenido de los institutos de ingeniería aplicada no es un gasto prescindible, sino un pilar estratégico para el desarrollo técnico, económico y social de cualquier país. Garantiza la continuidad de líneas de investigación, fortalece el capital humano, mantiene la infraestructura actualizada y acorta la brecha entre la teoría y la práctica. Invertir de forma estable en centros como el ISCI es sembrar hoy las soluciones que nuestras ciudades y comunidades necesitarán mañana. Tener que preocuparse de cómo financiar los aspectos más básicos de un instituto quita foco respecto de lo importante que es el apoyo al desarrollo país.
Quiero terminar esta reflexión diciendo que la ingeniería de transporte del siglo XXI exige una colaboración estrecha entre el rigor científico, la pragmática industrial y el desarrollo de políticas públicas de calidad. Solo con instituciones sólidas, comprometidas con la investigación y la transferencia tecnológica, podremos construir sistemas de movilidad resilientes, inclusivos y sostenibles, capaces de afrontar los desafíos de nuestra era.