por Sebastián Raveau, Profesor Asociado, Departamento de Ingeniería de Transporte y Logística, Pontificia Universidad Católica de Chile. Director Sochitran.
Cada cierto tiempo, casi como un ritual, reaparece en Chile la discusión sobre la tarificación vial. Se habla de ello, se presentan argumentos a favor y en contra, los expertos damos entrevistas, discutimos entre nosotros, los políticos reaccionan según sus intereses, la ciudadanía expresa dudas… y luego el tema vuelve a dormirse. Hace décadas que la conversación ha sido casi idéntica: diagnósticos certeros, estudios comparativos, recomendaciones serias y advertencias sobre la necesidad de actuar. Pero de implementación, aún nada. ¿Qué nos impide avanzar cuando tantas otras ciudades (con problemas, tensiones y desigualdades similares) sí han podido tomar decisiones concretas?
Este 2025 Nueva York se transformó, entre los casos recientes, en el más emblemático. Después de años de discusiones técnicas, protestas, y presiones políticas, la ciudad comenzó finalmente a aplicar un sistema de tarificación vial para ingresar a Manhattan. Y en tan solo unas pocas semanas aparecieron los primeros resultados: reducciones de tráfico cercanas al 10%, disminución de demoras de hasta un 25% y una recaudación que ya supera los 500 millones de dólares. Todo esto acompañado por un aumento de las velocidades promedio y mejoras en el transporte público. No es magia; es gestión del espacio urbano, un recurso escaso que no puede seguir siendo tratado como si fuera infinito.
Pero más allá de la experiencia neoyorquina, que como ingenieros de transporte podemos observar con cierta fascinación, lo interesante es preguntarse por qué seguimos sin atrevernos siquiera a pilotear un sistema de este tipo para Santiago, una ciudad con amplia experiencia en cobros electrónicos urbanos y donde el TAG es parte de la vida cotidiana. Una explicación habitual es que sería una medida impopular, que afectaría a quienes ya están agobiados por el costo de la vida. Y algo de razón hay: cualquier política que modifique el uso del automóvil despierta resistencias inmediatas. El auto, en Chile como en muchos países, no es solo un modo de transporte, sino también un símbolo de progreso personal, de autonomía, de cierta forma de libertad. Tocar ese símbolo tiene costos políticos.
Sin embargo, mirar la evidencia sobre equidad distributiva con calma, es clave para desdramatizar la discusión. Se suele afirmar que cobrar por ingresar al centro sería regresivo, pero la evidencia internacional muestra lo contrario: quienes usan el auto a diario para entrar a las zonas más congestionadas suelen tener ingresos más altos que el promedio, mientras que quienes dependen del transporte público tienden a ser de ingresos medios y bajos. Mejorar el transporte público con la recaudación de la tarificación vial genera un beneficio neto más progresivo que regresivo. Lo regresivo, en rigor, es perpetuar un modelo donde el espacio vial se asigna por orden de llegada, en vez de por eficiencia y justicia.
Hay un elemento político que también marca diferencias. En Nueva York, el alcalde electo Zohran Mamdani ha respaldado la medida como parte de una visión más amplia de movilidad urbana: buses más rápidos, calles más seguras, más ciclovías, mejor infraestructura peatonal. Esa visión articula la medida dentro de un proyecto de ciudad. En Chile, en cambio, la tarificación vial suele aparecer como una idea suelta, sin marco narrativo, sin promesa clara, sin un horizonte urbano reconocible. Y sin visión, cualquier cobro se interpreta como castigo, no como herramienta.
La oposición inicial, por cierto, es inevitable. No hay ciudad donde la tarificación vial haya comenzado con aplausos. En todas, la mayor resistencia ocurre antes de implementarse. Después, cuando los efectos positivos se hacen visibles, la percepción cambia con rapidez. Y luego todos celebran tener menos congestión, buses más rápidos, mejor calidad del aire, etc. No existen motivos para pensar que Chile sería la excepción. Pero esa transición exige claridad comunicacional, liderazgo político y un diseño tarifario razonable, gradual y equitativo.
Santiago no es Nueva York, Londres o Singapur, es cierto. Pero tampoco hace falta que lo sea. Las dinámicas de congestión se parecen en todas las grandes ciudades: demasiados autos disputando demasiado poco espacio en horarios demasiado concentrados. Lo que sí diferencia a Santiago es que contamos con una infraestructura tecnológica que muchas ciudades envidiarían, con pórticos electrónicos instalados hace años, con sistemas de pago fluidos, con múltiples estudios en el tema y con experiencia en políticas urbanas complejas. No partimos de cero; más bien estamos detenidos en el punto de partida.
La pregunta que deberíamos hacernos no es si la tarificación vial es perfecta (ninguna política pública lo es), sino si estamos dispuestos a seguir haciendo lo mismo esperando resultados distintos. La congestión en Santiago no mejora por sí sola; la expansión de autopistas no ha reducido los tiempos de viaje; la contaminación y el ruido afectan desproporcionadamente a los barrios más vulnerables. Frente a esto, gestionar la demanda a través de precios no es un capricho tecnocrático, sino una herramienta probada internacionalmente para mejorar nuestra ciudad.
Es hora de retomar esta conversación con seriedad. No porque sea una idea “de moda”, sino porque es una idea necesaria. Y porque Chile ya no puede seguir postergando decisiones estructurales en materia de movilidad. Imaginar un Santiago distinto implica aceptar que ciertos usos del auto deben cambiar, que el espacio urbano debe gestionarse y que el transporte público merece una fuente de financiamiento estable, robusta y justa.
La pregunta de fondo no es si Chile puede implementar tarificación vial, sino si estamos dispuestos a imaginar una ciudad distinta. Una ciudad que priorice el movimiento de las personas antes que el de los autos. Una ciudad donde el tiempo que perdemos producto de la congestión no sea una resignación inevitable. Una ciudad más humana, eficiente y habitable.
Y para dar ese paso, tarde o temprano, tendremos que atrevernos a mover esta conversación del diagnóstico a la acción.